Portada del libro.
"Hace veintiocho años que murió José Octavio. Tenía 27; José es mi
hijo. “Es” y no “era”, porque él sigue en mí, todos los días en los que, sin
razón o con ella, se aparecen en mi mente sus manitas de bebé o su sonrisa de
dientecillos diminutos que, uno a uno, fueron acomodándose bajo la almohada y
robados, sigilosamente en la obscuridad de la noche, por aquel ratoncito Pérez
que con ellos construyó su casita a cambio de unas monedas. O sus huesudas
manos de adulto, su bello rostro barbudo, su risa de grandes dientes, su adusto
ceño de adolescente en búsqueda eterna o sus enormes ojos rodeados de
larguísimas pestañas de hombre valiente que cuenta sólo con horas para llegar
su fin.
Todas esas imágenes llenan mi vida, junto con miles más para, en ocasiones, hasta hacerme reír, y en otras, muchas otras, hasta hacerme llorar. Los hijos, vivos o muertos, nunca se van de nuestro ser. Permanecen como canguritos metidos en un bolsillo de la mente, para salirse cuando les da la gana, como niños traviesos, a inundar nuestros pensamientos.
José murió de sida. Cuando se pierde un hijo, se rompe la vida y nunca más vuelve a ser igual. Es como tratar de pegar un florero roto al que le quedan cicatrices que nunca dejan de verse. En el caso de una vida, nunca dejan de doler. El luto no es de unos meses o un año; el luto es para siempre...Hay que aprender a vivir de nuevo partiendo de una carencia, como el cojo sin su pierna o el manco sin su brazo. Pero ¿cómo vivir la vida cuando falta un pedazo de alma?
Hoy, ese pesar sigue, pero tras una terapia en la que saqué ese dolor, lo reconocí, lo volví a vivir y lo dejé ir, sentí la necesidad de contar su historia, la historia de un hombre joven quien, como tantos otros, por irresponsabilidad e inconsciencia o a lo mejor ignorancia, perdió la vida. Quizás aún no lo puedo dejar ir; quizás siento que así prolongo su existencia. Acaso, al hablar de él me curo a mí misma. Quiero hacer una radiografía de su vida, quiero entenderla, quiero entender el porqué de su muerte. No sé si lo lograré; no sé si al terminar lo entienda más o muera yo un poco en el proceso. Sólo sé que necesito hacerlo...
Quiero que su historia toque almas, y que éstas tomen conciencia de esa enfermedad y se cuiden. Con uno solo que viva gracias a esta lectura me daré por bien servida. Así una muerte, la de mi hijo, dará vida a otra, no importa cual. Así su muerte tendrá sentido...
Hoy tengo ya 78 años, en los que, como todo ser humano, fui
inocente, perdí la inocencia, caí, aprendí me levanté con cierta gallardía, y
gané sabiduría. Misma que –creo- me ha llevado a pensar que la vida es como un
rompecabezas que se forma solo, con los empujoncitos que le damos cada vez que
tomamos una decisión; éstas, buenas o malas, van dando a lugar a realidades que
se entretejen, sin que nos percatemos de que, de esa manera, se nos está
tejiendo la vida y así, sin darnos cuenta, llegamos a ser personas Adultos
Mayores o de la Tercera Edad, como se les llama ahora. Yo creo que ya voy
entrando a la Cuarta, pero no importa; me siento feliz y útil. De la edad sólo
me acuerdo cuando me miro al espejo…y lo que es más importante…sigo aprendiendo
pues finalmente, de eso se trata la vida.
Este es parte del rompecabezas de mi vida y espero que tú, lector, disfrutes de él, quizás llores, quizás no; a lo mejor aprendes algo y quizás, de alguna manera, puedas cambiar, aunque sea un poco, la perspectiva que tienes sobre el comportamiento humano".
*Introducción del libro “Rompecabezas”. Cortesía de la autora.
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