La nota de "SOY" cuando la cantante cumplió 70 años
Presentadora, cantante y bailarina, prototipo de la showgirl que
seduce por igual al gallinero familiar y a la platea gay. Forjadora de un
estilo para gusto y fantasía de drag queens y festival infantil de fin de
curso. Un icono doméstico y sofisticado que nos ha dejado algunos de los
momentos más celebrados de la televisión y de nuestra memoria sentimental.
Porque sacó a Lucas del armario adelantándose al coming out de muchos otros,
SOY le desea feliz cumpleaños.
Por Ernesto Meccia.
Muchas veces la pregunta “¿qué
es lo que sucede ahí?” (por ejemplo, mientras la familia cena y mira la
televisión) sesga las respuestas en un sentido unitario y general como si allí
sucediera solamente (un) algo, que es lo que se ve. Pero por lo general las
cosas no son así y por eso sería conveniente cambiar “lo” que sucede por “qué”
sucede a secas, que deja abiertas las puertas a lo plural. Y es que en cada
actividad cotidiana, aun en las más oficiales, rutinarias, ritualizadas y
sacrosantas, pasan muchas cosas más. Como se dice, en todas partes se cuecen
habas, o, en la clave de lo que viene, se tramitan imágenes y mensajes para
pensar en un delicioso sentido provisional “quién es uno”.
Luego de probar con otras formas no pude sino comenzar así esta
reflexión que dedico a Raffaella Carrá, la mítica showgirl italiana, ícono gay
absoluto, que cumple 70 años.
La evocación de Raffaella me transporta a una época en la que quien escribe (de pantalones cortos) no llegaba a tocar el piso sentado a esa mesa que tantas veces le resultó insufrible. Menos mal que estaba la televisión (y no lo digo solamente por mí). Miro la mesa rectangular desde arriba y el televisor que estaba en un mueble situado en el ángulo derecho justo detrás de mí. Increíble: cuando ella aparecía, los sábados por la noche, el único que no podía verla era yo, lo cual motivaba que diera vuelta la silla –dejando de comer y de encontrarme con las caras de siempre– y, de suma importancia, dándole la espalda a papá, que era como darle la espalda al mundo. Entonces pasaban muchas cosas: creo que papá la miraba porque era muy atractiva sexualmente, que mamá la admiraba por su silueta y su vestuario, que mis hermanos quedaban embelesados por sus canciones tan pegadizas para los niños, pero creo –sobre todo– que todos me miraban a mí que había dejado de mirarlos a ellos para hacerme mi mundo. Así, miraban alternativamente a Raffaella y a mí, como queriendo cotejarnos, como si hubieran comenzado a sospechar que éramos lo mismo, o que, como mínimo, teníamos un extraño maridaje. Sin dudas: mi familia (como tantos miles de familias) tenía un ojo clínico. Y el resto ya lo sabemos: a veces, después de ver un poquito, es mejor no ver más. Pero eso casi nunca resulta posible, y a veces por motivos insólitos. Recuerdo, más acá en el tiempo, que un sábado en el que fui a visitar a mis viejos al campo, a Florencia de la V se le ocurrió decir por la televisión: “Mmmm... señora, si su hijo tiene más de 15 años y le gusta Raffaella Carrá, es gay; póngale la firma...”.
Yo estaba fascinado con esa mujer simpática, rubia, petisita, con
cabello de muñeca. “¡Emputecido!”, le dijo una vez mamá a papá. Por supuesto
que me gustaban sus canciones, pero nada comparado con su imagen en movimiento.
Hace años, Raffaella declaró en un reportaje que era una “cantante de imagen más que de voz”. Y me parece que tiene razón:
creo que si alguien nunca la hubiera visto y solo escuchara sus canciones le
gustaría menos porque verla irradiaba un mágico sentido del exceso corporal y
actitudinal, esa clase de excesos que –inconscientemente– necesitábamos quienes
andábamos por las calles del pueblo o del barrio con la actitud contraria,
magros de expresividad en un intento de que el mundo no se nos viniera encima;
porque, en aquella época, si no se tramitaban los excesos a través del fútbol
(eran los tiempos del Mundial 78), el mundo se caía justo encima de uno.
Excesos. Los bailarines con calzas rosas y arneses de lentejuelas;
o con calzas multicolores, malla cavadísima y sombrero estilo tanguero; o con
un traje de elefante cuyas narices móviles nacían debajo de la cintura y
llegaban hasta el suelo; o directamente desnudos y cubriéndose apenas con un
sombrerito. Mientras tanto ella no se quedaba atrás: Raffaella se doblaba pero
nunca se rompía. La furia con la que movía la cabeza es su signo indeleble,
tanto como la forma en que luego se le acomodaba el cabello. Lo suyo no era
exactamente la elegancia a la hora de bailar, sino la entrega acrobática en
versión circense, que nunca terminaré de agradecerle: medialunas, clavarse de
rodillas en el piso y llevar la espalda hacia atrás mientras movía sin cesar
los hombros, caminar –micrófono en mano– sobre las espaldas de los bailarines
hasta caer –cronométricamente perfecta y siempre sonriendo– en los brazos de
los que la esperaban al final.
Y hablando de micrófonos, acrobacias y excesos, cabe recordar esa
coreografía de 1974 (“She`s Looking
Good”) en la que se llevaba varios micrófonos a la mano, entregados por los
boys del ballet, que eran como diez.
Yo, tal vez, ya quería todo eso: moverme sonriendo y sin romperme
en un mundo colectivo de amabilidad corporal masculina. Hace poco leí Telling Sexual Stories. Power, Change and
Social Worlds, un libro del sociólogo Ken Plummer que trata sobre cómo los
gays y las lesbianas comenzaban a relatar sus vidas en sus propios términos,
especialmente cuando no existían recursos cognoscitivos para hacerlo (el libro
recoge testimonios en los años ’80). Plummer cuenta la historia de un joven gay
que tenía desde muy pequeño fantasías bondage, una práctica sexual que no tenía
aún un lugar dentro del espacio de lo decible. Aun así, el joven siguió
alimentando sus fantasías y lograba reconocerse como tal. A ese efecto, le servían
los libros y las revistas que tenían imágenes del famoso ilusionista y
escapista Harry Houdini (18741926), quien se sometía a diversas pruebas (de las
que salía victorioso) atado y/o encadenado. Y es que pareciera que, en
realidad, y muy a pesar de todo, nunca estamos solos. Siempre aparece alguien
que funciona como el espejo de nuestras fantasías o como nuestro representante
más íntimo. Pienso que como este joven, yo, aunque no sabía quién era, ya me
inclinaba por una de las tantas formas que puede tener el ser. Y era esa
inclinación, en aquellos oscuros momentos, la que me ponía en la búsqueda de un
“autor” que se acordara de mí, de alguien que me dijera, que me contara, que me
escribiera y que, al hacerlo, me permitiera tener mi primer rostro, que es casi
como decir mi primera carnadura. Y así apareció Raffaella como un personaje
fantástico (¿el primero?) que me prestó su cara para que empezara con mi
historia. Luego vendrían muchos más. Y me di cuenta de que es maravilloso vivir
de prestado. ¡Tanti auguri, Raffa!
Ernesto
Meccia: (General Las Heras, provincia de Buenos Aires, 1968) es Doctor en
Ciencias Sociales y Licenciado en Sociología por la Universidad Nacional de
Buenos Aires. Es profesor estable de grado y de posgrado en la UBA y la
Universidad Nacional del Litoral, donde enseña metodologías cualitativas de
investigación. Es autor de “La cuestión gay. Un enfoque sociológico”(2006),
“Los últimos homosexuales. Sociología de
la homosexualidad y la gaycidad”(2011) y “El tiempo no para. Los últimos homosexuales cuentan la historia"(2016).
*Nota publicada en el suplemento “Soy”
de “Página 12”, el 14 de junio de 2013
Fuente: https://www.pagina12.com.ar/352676-con-raffaella-carra-todo-es-empezar?fbclid=IwAR3w8xPed4EulLM6X8nzRuKGCb9xpq47DOa9jAaa5NKUrpCvgKvQj1_slus
No hay comentarios:
Publicar un comentario