Estábamos reunidos en una plaza. Éramos
compañeros del secundario y creábamos una agrupación estudiantil. Era casi de
noche. El chico rubio me llamó tanto la atención que, de repente, me olvidé del
tema de discusión, sin entender ni preguntarme por qué. Sólo supe — así, sin
dudas — que nos haríamos amigos, porque ‘amigo’ era lo único que concebía que
pudiera ser de otro chico. No entendía por qué tenía un deseo tan fuerte de
comenzar una amistad con alguien a quien apenas conocía, pero lo cierto es que
nos hicimos muy amigos.
Cuando nuestra amistad ya era tan
importante que no entendíamos cómo haríamos para vivir sin ella, el chico rubio
me convenció de lo que mis compañeras no habían podido: que me vistiera más
moderno, que me cortara el pelo con más onda, que además de ir a reuniones del
centro de estudiantes, fuera a boliches y fiestas, que hiciera cosas prohibidas
para menores de dieciocho antes de cumplirlos, que me divirtiera más. Y me
vestí con la ropa que él me regalaba, me corté el pelo igual a él, salí a
bailar con él, nos divertimos juntos.
Él se levantaba a todas las minitas. Yo
lo acompañaba, lo esperaba, lo escuchaba cuando él me contaba; yo no me daba
cuenta. Un día estábamos tirados en el balcón de su casa y me dijo que estaba
tan caliente — éramos adolescentes, las hormonas enloquecidas — que cogería
hasta conmigo, y hoy recuerdo que pensé lo que en ese momento no registré que
acababa de pensar. Fue un flash, un impulso, un escalofrío; después la censura
y el olvido, todo en una fracción de segundo. No le contesté. Cambiamos de tema
y el tiempo pasó y él siguió cambiando de novias y a mí me eligieron secretario
general de la juventud del partido y un día me di cuenta de que ya tenía
veintitrés y el sexo me aburría. El sexo me aburría.
Era como una promesa incumplida. Yo
ejercía mi mandato, más por obligación que por ganas, imitando a los demás,
pero no recibía a cambio los placeres que mi amigo me contaba luego de sus
incursiones en el cuerpo femenino. Lo peor era el beso: no tenía gusto a nada. Era
un trámite necesario para ponerla, una entrada que había que pagar para pasar
al siguiente nivel, con algo de satisfacción física seguida de una
incomprensible sensación de que algo no funcionaba. Se me terminó la
adolescencia y no llegué a descubrir la combinación de la cerradura que abriera
la puerta al paraíso que mi amigo juraba que existía y que yo, claro, fingía
conocer.
Años después, una noche, por casualidad —
o quizás no —, otro amigo heterosexual me llevó a conocer un boliche gay. Yo
fui porque él insistió que era divertido, aunque no me cabía eso de ir a un
lugar de putos. Pero volví, con excusas tan malas como las que aquella noche
habían justificado mi interés por el rubio. Y poco después, un amigo de otro
amigo, en el boliche de putos, no me creyó que yo nada que ver y me buscó
varias veces un beso, hasta que la testosterona se cruzó con una burbuja de
champán en un torrente sanguíneo acelerado y no aguanté más y por qué no se lo
iba a dar si yo también me moría de ganas. El descubrimiento fue instantáneo:
eso era el beso. Después, claro, el sexo; la cerradura se abrió. ¡No era
aburrido! Ahí estaban los placeres de los que me hablara mi amigo rubio. Eran
tal cual.
Y entonces ya no necesité darme cuenta.
La censura se evaporó. Algo no había pasado en aquellos años de mi adolescencia
y, cuando al fin estuvo todo claro, sentí que me la habían robado. De todas las
cosas de la vida que nos prohibieron a los gays, la adolescencia es la más
injusta.
Quiero que me la devuelvan. Quiero vivir
cada experiencia en el momento justo. Quiero tener mi primer novio a la misma
edad en que mis amigos tuvieron su primera novia y que los primeros besos sean
torpes, experimentales, llenos de sorpresas, y descubrir el sexo con inocencia
y emborracharme cuando todavía no tenía edad para hacerlo y que me pongan
amonestaciones que no sean por una causa justa, sino por una divertida, y hacer
las cosas prohibidas para menores de dieciocho antes de cumplir los dieciocho.
Quiero que el pibe rubio me vuelva a decir que está tan caliente que lo haría
conmigo y hacerlo con el pibe rubio en su casa, esa tarde, en pleno verano, en
plena adolescencia, con las hormonas enloquecidas.
Las experiencias pérdidas son
irrecuperables, porque nunca más estaremos ahí para saber cómo hubiesen sido.
Cuando hablamos de la educación sexual en la escuela, la que tanto asusta a los
dinosaurios, la que yo no tuve, estamos hablando también de esas adolescencias
no realizadas, de esos deseos censurados, de esas experiencias no vividas. Por
el bien de los pibes que todavía están a tiempo de no perdérsela, de librarse
del armario, de madurar sin fantasmas medievales que los persigan, necesitamos
romper con las barreras que hacen de nuestra sociedad un lugar menos amigable
para algunos.
A la película de Pablo Rago que nos
pasaron los de Johnson & Johnson en primer año le faltaba una parte de la
historia. Nos mintieron, porque nos contaron un mundo en el que nosotros no
existíamos. Nos quitaron el derecho de vivir las mismas cosas que nuestros
amigos vivían mientras nosotros nos las perdíamos porque sólo venían en formato
chico + chica y nadie nos había avisado que nosotros podíamos ser — y no tenía
nada de malo que fuéramos — diferentes.
Aclaración: Publiqué este texto por primera vez en 2009, en la contratapa
del diario Crítica de la Argentina. Esta semana, el parlamento de San
Petesburgo aprobó una vergonzosa ley que prohíbe y criminaliza cualquier
mención a la diversidad sexual en las escuelas y hasta podría ser usada para
prohibir las marchas del orgullo y otras formas de manifestación pública da
diversidad sexual, con el argumento de que se trata de formas de “propaganda de
la homosexualidad” hacia los menores. Esta legislación tendrá como primera
consecuencia directa la ilegalización de la educación sexual y de los programas
contra el bullyng homofóbico en el ambiente escolar. El sitio Dos Manzanas
viene haciendo buenos informes sobre el tema. Los argumentos usados por los
legisladores rusos son una colección de demostraciones de ignorancia, prejuicio
y mala fe pero, más allá de cualquier otra consideración, me pareció importante
resaltar, volviendo a este texto, que lo que está en juego es el derecho de
muchos niños, niñas y jóvenes a ser felices y no perder una etapa importante de
sus vidas, que nadie te devuelve después. La homofobia que se sufre en la niñez
y la adolescencia es la que más se sufre, la que más duele y la que más
consecuencias psíquicas produce, que dejan marcas para el resto de la vida. Es
con eso que están jugando. Y, sea por homofobia, sea por ignorancia, sea por
mero oportunismo político, debería darles vergüenza.
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*Bruno
Bimbi: (Avellaneda, 1978) es periodista, escritor y doctor en Estudios
del Lenguaje por la Pontificia Universidad Católica de Río de Janeiro, donde
antes realizó una maestría en Letras. Vivió durante diez años en Río de
Janeiro, donde trabajó como corresponsal de Todo Noticias. Ha publicado sus
artículos, entre otros medios, en Veintitrés, Newsweek, Noticias, Página/12,
Crítica de la Argentina, Tiempo Argentino, Caras y Caretas, O Globo, Folha de
São Paulo y New York Times en español, y cubrió la última campaña presidencial
brasileña para el programa radial de Ernesto Tenembaum. Como parte de su
activismo, Bimbi fue secretario de Relaciones Institucionales y Prensa de la
Federación Argentina LGBT y uno de los responsables de la estrategia política
que llevó a la aprobación del matrimonio igualitario en Argentina. Fue el tema
de su primer libro, “Matrimonio igualitario. Intrigas, tensiones y secretos en el camino
hacia la ley” (2010), también editado en Brasil con el título “Casamento igualitário” (2013). Tras la
aprobación de la ley en Argentina, coordinó junto al activista brasileño João
Júnior la campaña que conquistó ese derecho en Brasil –liderada por el ex
diputado gay Jean Wyllys, de quien fue su principal asesor en el Congreso– y
luego ayudó a organizarla en Ecuador. Ahora vive en Barcelona, donde cursó el
máster en Creación Literaria de la Universidad Pompeu Fabra. Continúa
escribiendo para la web de TN y es miembro del consejo editorial de la revista
digital española CTXT. Llegó a España a comienzos de 2019 escapando del
gobierno fascista de Jair Bolsonaro, que ha empujado a muchos activistas de
derechos humanos al exilio. La primera edición de El fin del armario fue
realizada por Marea en 2017 y luego publicada con éxito en Brasil, Perú,
España, México y Portugal, mientras aguarda su publicación en otros países.
Datos del autor: Editorial Marea.
Este texto es uno de los que se
encuentran en el libro “El fin del armario”. Nosotros lo
tomamos del blog de TN.
Fuente:http://blogs.tn.com.ar/todxs/2012/03/01/adolescencias_robadas/
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