El odio solo se combate rechazando su
invitación al contagio. Es necesario activar lo que escapa a quienes odian: la
observación atenta, la diferenciación constante y el cuestionamiento de uno
mismo. En el libro ‘Contra el odio: un alegato en defensa de la pluralidad de
pensamiento, la tolerancia y la libertad’ (Taurus), la escritora alemana
Caroline Emcke reflexiona acerca del fanatismo, el racismo y la creciente
desconfianza –por no decir hostilidad– hacia la democracia.
Carolin Emcke.
El odio es siempre difuso. Con exactitud
no se odia bien. La precisión traería consigo la sutileza, la mirada o la
escucha atentas; la precisión traería consigo esa diferenciación que reconoce a
cada persona como un ser humano con todas sus características e inclinaciones diversas
y contradictorias. Sin embargo, una vez limados los bordes y convertidos los
individuos, como tales, en algo irreconocible, solo quedan unos colectivos
desdibujados como receptores del odio, y entonces se difama, se desprecia, se
grita y se alborota a discreción: contra los judíos, las mujeres, los infieles,
los negros, las lesbianas, los refugiados, los musulmanes, pero también contra
los Estados Unidos, los políticos, los países occidentales, los policías, los
medios de comunicación, los intelectuales. El odio se fabrica su propio objeto.
Y lo hace a medida.
El odio se mueve hacia arriba o hacia
abajo, su perspectiva es siempre vertical y se dirige contra «los de allí
arriba» o «los de allí abajo»; siempre es la categoría de lo «otro» la que
oprime o amenaza lo «propio»; lo «otro» se concibe como la fantasía de un poder
supuestamente peligroso o de algo supuestamente inferior. Así, el posterior
abuso o erradicación del otro no solo se reivindican como medidas excusables,
sino necesarias. El otro es aquel a quien cualquiera puede denunciar o
despreciar, herir o matar impunemente.
Sin duda, el rechazo latente hacia
quienes son percibidos como distintos o como extraños siempre ha existido. Y no
necesariamente se ha manifestado en forma de odio. En la República Federal de
Alemania casi siempre se ha expresado a modo de repulsa, fruto de férreas
convenciones sociales. En los últimos años también se ha ido articulando, de
manera creciente, cierta incomodidad respecto a un posible exceso de
tolerancia: la idea de que quienes profesan una fe distinta, tienen un aspecto
diferente o practican otras formas de amar deberían darse por satisfechos y
dejar tranquilo al resto.
Es un hecho probado la recriminación
discreta, pero inequívoca, de quienes afirman que, con todo lo que se les ha
concedido ya, los judíos, los homosexuales o las mujeres deberían estar
contentos y guardar silencio. Como si en materia de igualdad existiese un
techo. Como si las mujeres o los homosexuales solo pudieran ser iguales hasta
cierto punto, del que no se puede pasar. ¿Completamente iguales? Eso sería ir
demasiado lejos. Significaría ser… eso, iguales.
Este particular reproche de falta de
humildad va aparejado con el elogio soterrado de la propia tolerancia. […] Pero
algo ha cambiado en Alemania. Ahora se odia abierta y descaradamente. Unas
veces con una sonrisa y otras no, pero en demasiadas ocasiones sin ningún tipo
de reparo. Los anónimos, que siempre han existido, hoy van firmados con nombre
y dirección. Las fantasías violentas y las manifestaciones de odio expresadas a
través de internet ya no se ocultan tras un pseudónimo. […]
Que se pueda vociferar, ofender y agredir
sin freno no me parece ningún avance para nuestra civilización. No supone
ningún progreso que cualquier miseria interna pueda barrerse hacia fuera,
porque, en los últimos tiempos, este exhibicionismo del resentimiento haya
adquirido, presuntamente, relevancia pública e incluso política. Al igual que
muchos otros, no estoy dispuesta a acostumbrarme. No quiero que el nuevo placer
de odiar libremente se normalice. Ni en mi país, ni en Europa, ni en ningún
otro lugar.
El odio del que se hablará a continuación
no es individual ni fortuito. No es un sentimiento difuso que se manifieste de
repente, por descuido o por una supuesta necesidad. Este odio es colectivo e
ideológico. El odio requiere unos moldes prefabricados en los que poder
verterse. Los términos que se emplean para humillar; las cadenas de
asociaciones y las imágenes que nos permiten pensar y establecer clasificaciones;
los esquemas de percepción que empleamos para categorizar y emitir juicios
están prefijados. El odio no se manifiesta de pronto, sino que se cultiva.
Todos los que le otorgan un carácter espontáneo o individual contribuyen
involuntariamente a seguir alimentándolo. […]
Son demasiadas las veces en las que
nosotros, ya sea como objeto o como testigos de ese odio, callamos
aterrorizados; porque nos dejamos amedrentar; porque no sabemos cómo hacer
frente a ese griterío y al terror; porque nos sentimos indefensos y
paralizados; porque el horror nos deja sin palabras. Ese es, por desgracia, uno
de los efectos del odio: que comienza por trastornar a los que se ven expuestos
a él, los desorienta y les hace perder la confianza.
El odio solo se combate rechazando su invitación
al contagio. Quien pretenda hacerle frente con más odio ya se ha dejado
manipular, aproximándose a eso en lo que quienes odian quieren que nos
convirtamos. El odio solo se puede combatir con lo que a ellos se les escapa:
la observación atenta, la matización constante y el cuestionamiento de uno
mismo. Esto exige ir descomponiendo el odio en todas sus partes, distinguirlo
como sentimiento agudo de sus condicionantes ideológicos y observar cómo surge
y opera en un determinado contexto histórico, regional y cultural.
Puede parecer insuficiente. Puede parecer
modesto. Cabría objetar que los verdaderos fanáticos no se darán por aludidos.
Es posible; pero bastaría con que las fuentes de las que se nutre el odio, las
estructuras que lo permiten y los mecanismos a los que obedece fuesen más
fácilmente reconocibles. Bastaría con que quienes apoyan y aplauden los actos
de odio dudasen de sí mismos. Bastaría con que quienes lo incuban, imponiendo
sus patrones de pensamiento y su tipo de mirada, se viesen desprovistos de la
ingenuidad imprudente y del cinismo que los caracteriza. Bastaría con que
quienes muestran un compromiso pacífico y discreto ya no tuvieran que
justificarse, y sí debieran hacerlo quienes los desprecian. Bastaría con que
quienes, por razones obvias, ayudan a personas en situación de necesidad no
tuvieran que explicar sus motivos, y sí debieran hacerlo quienes rechazan lo
que es obvio. Bastaría con que quienes desean una convivencia abierta y
fraternal no tuvieran que defenderse, pero sí quienes la socavan.
Carolin Emcke: nacida Alemania en 1967, es una periodista y escritora, doctorada en filosofía. Realizó sus estudios en filosofía, política e historia, en las universidades Universidad Johann Wolfgang Goethe de Frankfurt, en la London School of Economics y en la Universidad de Harvard. Obteniendo su doctorado en Frankfurt.Ha sido reportera y redactora de prestigiosas publicaciones alemanas como Die Zeit y Der Spiegel, como reportera debió cubrir situaciones de conflicto en Colombia, Kósovo, Irak o Afganistán. También se ha desempeñado como docente de teoría política y periodismo en varias universidades.Como escritora es conocida por Stumme Gewalt. Nachdenken über die RAF( violencia muda. Reflexiones sobre la RAF) y especialmente por Contra el odio, que ha sido publicado en español por Taurus.Su compromiso con la defensa de los DDHH ha sido reconocido con el premio Premio de la Paz de los libreros alemanes (2016).
Fuente de los datos: Editorial Taurus y
Wikipedia..
*Fuente:
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